lunes, 4 de mayo de 2020

Ojos Oscuros

Selfie con Ruido
Una mujer de ojos oscuros, con los dedos engarfiados en los cabellos cortísimos, se esconde en un armario, se esconde del sonido cada vez más cercano de unos pasos, cerrando los ojos, apretándolos bien porque, si ella no lo ve, él no podrá verla. Invisible, ahí en las tinieblas, durante un tiempo sin límites ni marcas ni medidas. Ahí, donde puede imaginar que sus ojos, los de él, como carbones rojos no la buscan y que está junto al mar otra vez y escucha las olas y ve las nubes y siente el fuego calentando su piel helada y ni el frío ni el temor ni el dolor existen. Ahí, donde puede imaginarse viva y puede imaginárselo muerto.

La mujer de ojos oscuros sabe bien quién es, es ella, no es su madre, la que dicen que se mató porque estaba loca. Su madre, la loca, tenía una madre loca, y todas las mujeres de su familia terminan, tarde o temprano, volviéndose locas, dicen, y si supieran que está aquí, en la oscuridad, pensarían que es porque ella también está volviéndose loca. Pero no saben. Y no está loca. Sólo le tiene miedo. 

Su padre ya debe haber leído los papeles y tiene más miedo de lo que puede decir que de lo que puede hacerle. Si su madre estuviera ahí, no tendría tanto miedo. Su madre sabía como evitar que él consiguiera siempre salirse con la suya. Papá, y su voz potente. Papá, y su mirada implacable. Papá, y su billetera mágica. Sin embargo no está, su madre no está, su madre terminó colgada de una sábana en un hospital para locos y ella está con papá, bajo su poder, y el único consuelo que le queda es saber que no está del todo sola. Si él ya lo sabe, si ya sabe del bebé, la decisión de seguro ha sido tomada. Sus decisiones son siempre así, rápidas, concisas e irrevocables. Papá es la Ley. Y la Ley no conoce la piedad. Su destino está sellado porque no supo irse a tiempo, antes de que él sospechara. Quién sabe qué cambios habrá visto en ella para intuir que su princesa, su orgullo, la niña de sus ojos, tenía un secreto.

La mujer de ojos oscuros se acaricia el vientre, que ya empieza a abultarse, y se estremece, apenas. Su padre no la encontrará aquí, en el armario… ¿el armario? 

Levanta la mirada y a su alrededor sólo ve las piedras negras de la caleta, el rincón entre las rocas que prefiere en esta playa, donde siempre va con su amado, su amante. Es aquí exactamente donde quiere estar, ahora que su amado, su amante, se ha ido, no vaya a ser que vuelva a la casita y empiece a buscarla, no vaya a ser que le quede todavía algún insulto atascado en la boca dura y filosa, no vaya a ser que la encuentre y empiece a reírse otra vez. Ella sabe que no es su culpa, ni de su amado, su amante. No quería gritar, no quería llorar. Sólo buscaba sus brazos, como siempre, y en cambio encontró sus manos veloces y su risa ácida. Y después, de él, aún amado y ya no amante, de él, que había sido un cuerpo tibio, no quedó más que una espalda y una silueta a contraluz en la ventana y el ruido de un motor perdiéndose a lo lejos. 

La mujer de ojos oscuros se acurruca más en la arena y aprieta la espalda contra las rocas, para hacerse chiquita, para fundirse en las sombras. 

Siente un calambre en el abdomen y se queda helada. No puede ser por el embarazo, si apenas tiene un mes… ¿o es más? Su mano se cierra espasmódicamente sobre la arena, para encontrarse con un puñado de tela celeste entre los dedos. A su alrededor, los azulejos  blancos reflejan la luz de los fluorescentes y su brillo frío choca una y otra vez en los bisturíes. Y otra vez tiene miedo, porque ya estuvo aquí antes y, aunque todos le dicen que se calme, que la cesárea fue bien, que la nena está perfectamente, las luces y las hojas brillantes se parecen demasiado a las otras.

Las luces y los filos son como los de aquella otra sala de la que salió corriendo ni bien llegó, ni bien vio las hileras de instrumentos plateados alineados prolijamente, esperándola, y se escabulló de los médicos y las enfermeras y los brazos de su padre omnipotente, que por una vez quedó impotente viéndola correr por la calle y treparse al primer ómnibus que pasó. Escucha un llanto pero está segura de que no es el suyo, porque ese día se hizo un ovillo en el último asiento, calladita como una buena chica, apretando la cartera que se había negado a soltar, como intuyendo que le iba a hacer falta, tiritando porque su abrigo había quedado en el perchero de la clínica, al lado de la chica que sonreía como si ella fuera a sacarse una verruga en vez de un hijo, como si hubiera ido allí por propia voluntad, como si no la hubieran arrastrado tirando de la cadena que tenía un extremo enroscado en su mente y el otro apresado en el puño inflexible de su padre. Se fue, como escurriéndose, tratando de no mirar nada más que las imágenes desvaídas que se abalanzaban por la ventanilla, para no cruzarse con la mirada de nadie que pudiera reconocerla, que pudiera hablarle, que pudiera verla. 

Pero el llanto se hace más insistente y más cercano y le acercan un bulto rosado que tiembla como ella misma está temblando, y ve unos ojos enormes, oscuros como los suyos
(nació con los ojos abiertos, susurra su abuela la bruja, la loca, en el lejano bastión de su memoria infantil, nació con los ojos abiertos, pobrecita, está predestinada, otra más)
que miran con pánico alrededor, como los suyos, una maraña de rulos negros como los suyos y dos puñitos apretados y vacilantes. Y le ponen el bebé en el pecho y el llanto cesa y ella cierra los ojos porque es posible que ahora esté todo bien, de verdad, que haya podido escaparse definitivamente de la soga hecha de sábanas anudadas, atada a una viga del techo de una habitación anónima, que parecía esperarla al final del camino.

La mujer de ojos oscuros aprieta más fuerte a su hija en sus brazos, y siente un crujido de papeles y algo duro y frío adentro. Abre los ojos y mira la bolsa y encuentra la botella de ginebra y le da otro trago, y cuando la desprende de los labios suena un ruido como de beso húmedo que, no obstante, le deja la boca seca y amarga. Apoya la cabeza en el respaldo de la silla de lona y mira el vaivén de las hojas de la higuera en el patio.
-¿Mamá? Mamá, ¿otra vez? Dame eso, vení, vamos a la cama.
¿Mamá? ¿Quién es esta mujer que la mira con esos ojazos negros y lacrimosos? No su hija, su nena acaba de nacer, esta chica se confunde. Y aún así, la mujer de ojos oscuros la sigue porque sabe que la lleva a un lugar seguro, donde el pasado no puede encontrarla, y cuando llegan a la pieza la deja que la ayude a acostarse y hace como que no le importa que se lleve la botella, y finge escuchar su voz dulce pero tristona, aunque la aburra un poco, y le sonríe cuando le acaricia los rulos entrecanos sobre la almohada. 
Después de todo, pobre chica, qué culpa tiene de estar confundida. A lo mejor a ella también le patina un poco el seso. A lo mejor, ella también, viene de una larga línea de mujeres que, a pesar suyo, se vuelven locas.

Antología de Cuento y Poesía /9
XVII Concurso Literario "Leopoldo Marechal"
Dir. de Arte y Cultura de Morón (Buenos Aires)
2ª Mención Cuento, Categ. Mayores - 2010

domingo, 3 de mayo de 2020

Especies Dominantes

“... ojos furtivos atisbaban desde la maleza, medio temerosos, medio hostiles, esperando con paciencia infinita la nueva magia... la nueva raza de jefes...”
(Tetraedros del Espacio – P. Schuyler Miller)
“No son Viracocha los hombres que llegan.
No existe en sus ojos bondad.
Su magia es la muerte. Su amor, la riqueza
del pueblo del Hijo del Sol.”

(La Puerta del Cosmos – Víctor Heredia)

El Cazador Acecha
Desde el aterrizaje de la nave de exploración ropeana hasta que el Alto Mando Espianko declaró oficialmente colonizado el planeta Amostris, sólo pasó un año estándar. Este período inusualmente breve se debió, sin duda, a la increíble cooperación de la única especie racional de Amostris, por más que los directivos de turno intentaran adjudicarse sucesivamente el mérito.
Los Relkios eran pacíficos. Se acercaron a los primeros exploradores sin temor ni hostilidad, y aceptaron a las fuerzas de colonización con una natural docilidad.
Los Relkios eran empáticos. Tras observar atentamente durante un tiempo muy breve a los Espiankos, comenzaron a comunicarse con fluidez.
Los Relkios eran afables. Se mostraban complacientes todo el tiempo, y eran generosos con sus bienes y sus servicios.
Los Relkios eran inteligentes. A pesar de que no había evidencias de que poseyeran ningún grado de tecnología, aprendieron a usar con precisión las herramientas que se les permitía probar.
Fue esta combinación de virtudes, finalmente, la que los transformó en los esclavos perfectos.
Amostris era un sueño hecho realidad para los Espiankos. Todo lo que les faltaba en su Ropea natal, estaba en Amostris: mano de obra, alimento, agua, tierra habitable, vida silvestre, aire puro, belleza, riqueza. Los procesos de asentamiento y recolección comenzaron de inmediato.
Poco después, descubrieron las ruinas.

La superficie de Amostris, el fondo de sus mares y lagos, las cavernas de sus montañas, y hasta su subsuelo, estaban plagados de ruinas.
Siendo los Relkios un pueblo nómada, que no edificaba sino que buscaba refugios naturales o los construía con materiales perecederos, resultaba incomprensible la variedad de estilos y grados de tecnología que aquéllas mostraban.
Interrogaron a los Relkios. “No son nuestras”, dijeron, y continuaron cumpliendo mansamente sus tareas.

Los Espiankos habían supuesto, al arribar a Amostris, que se trataba de un planeta joven, por su estado silvestre y su pureza natural. La edad de sus ruinas más antiguas, sin embargo, estaba fuera de todos los sistemas de medición de Ropea, que atravesaba su cuarta era tecnológica.
Pero por más sobrecogedora que resultara su antigüedad, no era lo más sorprendente.
Entre muchos otros ejemplos, los arqueólogos encontraron una villa de recreo globular, hecha de sustancias orgánicas artificiales, sumergida a medias en las playas del mar Nebio Torkia. En los acantilados del mismo mar, hallaron una fortaleza de piedra y metal, que mostraba signos de armamento bélico en sus murallas. Al pie de los acantilados, entre éstos y la playa, desenterraron un altar de madera fosilizada rodeado de herramientas y restos óseos.
Luego de estudiarlas a conciencia, concluyeron que no podía haber una diferencia de más de una década entre las tres construcciones. La coexistencia en tan breve período de tres culturas tan diversas, era llamativa. El que las tres construcciones fueran obra evidente de tres razas distintas, era casi inexplicable.
La villa globular sólo podía haber sido habitada por una especie anfibia. En la fortaleza se hallaron piezas de placas córneas típicas de los insectos acorazados. Los huesos alrededor del altar eran de Relkios, pero las herramientas no se adaptaban a su fisonomía.
Decidieron interrogar nuevamente a los Relkios, esta vez usando métodos más persuasivos. Incluso después de varias muertes, la respuesta continuó siendo “No son nuestras”. Los regresaron a sus labores. Excepto a los mutilados.

Nada de esto, sin embargo, detuvo la ola de inmigración, ni ocasionó ningún retraso en la extracción de los tesoros de Amostris. El tráfico de bienes entre éste y Ropea fue constante hasta que no quedó nada útil para tomar. Luego, cesó casi por completo. Los enclaves de población se asentaron principalmente en el desierto Ket, al centro del continente mayor, tan similar a las negras arenas ropeanas. Los Espiankos prosperaban. Los Relkios se adaptaban, y sobrevivían. Algunos, al menos.
El misterio de las ruinas continuó siendo motivo de preocupación sólo para los arqueólogos, que oscilaban entre la desesperación y el éxtasis ante cada nuevo hallazgo.
Entonces la erupción dejó a la vista la nave Kernia.

En el continente menor sólo había un volcán activo. La erupción había sido prevista por los geólogos Espiankos con mucha antelación, de modo que no hubo daños. Cuando se enfrió la zona, enviaron un equipo de investigación.
En la ladera abierta por la lava, hallaron el casco petrificado de una nave-colonia Kernia, con toda su tripulación momificada dentro. Bajo ésta, encontraron más ruinas Kernias, apenas algo más antiguas.
Los Espiankos tenían relaciones comerciales con los Kernias desde hacía siglos. Llegaron a un acuerdo próspero gracias a las facultades empáticas de la raza Kernia. Los Espiankos, telépatas cerrados, habían descubierto las ventajas de la comunicación externa, y la habían adoptado para la interacción con otras especies, hasta ese momento inexistente en su cultura, reservando su telepatía para el contacto con los de su propia raza.
Consideraron su deber averiguar qué había pasado con sus aliados. Lo único que consiguieron saber fue que la nave había sido sellada herméticamente. Por fuera.

El interrogatorio a los Relkios, esta vez, fue implacable. Y, una vez más, infructuoso. “No es nuestra”, repetían. Se doblegaban. Padecían. Morían. Y no decían más. Aceptaban con muda resignación, casi con indiferencia, cualquier tormento, y mostraban una incomprensión absoluta frente a cada nueva pregunta.
Pero era imposible que no comprendieran. Eran empáticos. Como los Kernias.
 Los inquisidores Espiankos tomaron una resolución sin precedentes: intentarían leerles la mente.
Reunieron a los Relkios, a los pocos que quedaban, y los rodearon. Unieron sus mentes y las proyectaron, por primera vez en su historia, sobre otra raza.
Durante unos instantes, nada ocurrió. Luego, la apatía de los Relkios se disolvió repentinamente. La sorpresa fue tan evidente que parecieron transformarse, erguirse, crecer, brillar frente a los Espiankos. Y su mente colectiva se les abrió por completo.

Los Espiankos lo vieron todo:
Los primeros invasores, sometiendo a la naciente raza Relkia, minando sus fuerzas hasta el límite.
La joven especie agonizante, rebelándose y arrebatándoles las armas, destruyéndolos, resurgiendo.
Los ciclos invariables e inevitables de investigadores, bandidos, conquistadores, turistas, expoliadores.
Los ciclos sin fin de sumisión aparente, de sufrimiento voluntariamente asumido, de riguroso estudio.
En cada ciclo, el descubrimiento de las debilidades de los invasores, y de sus preciadas habilidades, las que los hacían diferentes, únicos, superiores.
Los esclavos volviéndose sobre los amos, apoderándose de su tecnología y de sus talentos.
La raza Relkia, ahora antigua, sabia, enriqueciéndose con cada nuevo poder, sacrificándose cada vez para sobrevivir nuevamente, para renacer, creciendo y prosperando.
Evolucionando.
Y la eliminación total e irrevocable de los usurpadores establecidos en Amostris, y de los que volvieran luego a buscarlos, la aniquilación de los intrusos por sus propias armas, como cada vez, como siempre, como al principio, sin dejar nada detrás, nada.
Excepto las ruinas.

Todo esto vieron los Espiankos en un relámpago radiante de comprensión, antes de que los Relkios aprendieran e hicieran suya la telepatía, y proyectaran todo su poder amplificado por sus implacables voluntades contra los inquisidores, y de que esa primera oleada se expandiera a todos los Espiankos que se habían instalado en Amostris como en su nuevo hogar, y los arrasara instantáneamente.
Los Relkios, que desde de ahora ya no necesitarían de un lenguaje para comunicarse, recogieron los cuerpos dispersos de los Espiankos y los llevaron a las moradas del desierto Ket, con sus congéneres.
Luego, se dispusieron a curar sus heridas, a honrar a sus mártires y a esperar. A esperar el próximo ciclo.

Mientras, en el centro del continente mayor de Amostris, las arenas negras de Ket cubrían lentamente las nuevas ruinas.

Concurso "Ficción Científica"
Diario Hoy Día Córdoba
Publicación - 2007

sábado, 2 de mayo de 2020

El Zorzal

Ave y Agua
Comía carne cruda, de la mano de mi abuelo, Augusto. El pico negro y las plumas negras se le salpicaban de sangre, y uno de sus ojos negros y redondos siempre parecía mirarme fijamente. 
A todos los demás les resultaba sombrío pero exótico.
Yo, que adoraba a mi abuelo, odiaba a ese zorzal.

Augusto había nacido en Castel Gandolfo, en Italia, y se vino a la Argentina en su adolescencia, a trabajar en el ferrocarril. Unos años después, con la plata que ahorró se compró un terreno y mandó a buscar a Clara. Se casaron acá, en Córdoba, y construyeron entre los dos la casa en la que estuvimos reunidos anoche, esperando su muerte.
De los tres hijos que tuvieron, mi padre es el menor. Todos aprendieron que lo primero es el trabajo, y que estudiar está muy bien, si sirve para conseguir un trabajo mejor. Todos se casaron jóvenes, y Augusto y Clara se quedaron solos en su casa, para poder disfrutar por fin de su amor.
Yo me acuerdo muy bien de mi abuela Clara. Era más que hermosa. Su piel pálida y su cabello negro parecían resplandecer al lado del cutis tostado y los rizos casi rojos de Augusto.
Siempre estaban juntos. Un día les pedí que me contaran su historia, dónde se habían conocido, cómo se habían enamorado, cuándo se habían puesto de novios. Sólo me contestaron esto: «Siempre estuvimos juntos.»
Yo tenía 10 años, y me pareció increíblemente romántico. Se lo conté a mi madre, y ella se encogió de hombros, con la cortés indiferencia con que acostumbraba actuar en todo lo referente a sus suegros. Papá se limitó a seguir comiendo sin levantar la vista del plato.
Algunos años más tarde, cuando mis ideas de romance empezaron a colorearse y mezclarse con las de sexualidad, comencé a entender la incomodidad de mis padres y mis tíos cada vez que alguien mencionaba el profundo amor de Augusto y Clara.
Es que Augusto y Clara estaban todo el tiempo juntos. Tomados de la mano, acariciándose el pelo, rozando sus pies, sus rodillas, sus caderas. Abrazados, si podían. Si no, no apartaban la vista uno del otro más que por breves instantes. Se comían con los ojos. Y si estaban en habitaciones separadas, cada pocos minutos se detenían, aguzando el oído, intentando captar la voz del otro, o algún sonido, un suspiro, un roce que delatara su presencia.
Para quien los veía poco, era adorable. Para la familia, resultaba desconcertante y bastante perturbador.
A medida que crecí, paulatinamente dejé de quedarme a dormir en su casa. Mis primos también. Que yo sepa, nuestros padres jamás habían insistido en que lo hiciéramos, y no nos cuestionaron cuando dejamos de pedirlo. Porque siempre éramos nosotros quienes lo pedíamos, nunca nuestros abuelos.
A veces pienso que quizás en algún nivel subconsciente, nuestros padres recuerdan, lo mismo que nosotros, y que han elegido no pensar en eso, lo mismo que nosotros.

La primera vez que los oí, creí que seguía soñando. Fue como escuchar música. La profunda voz de mi abuelo martilleaba en jadeos rítmicos, y mi abuela parecía estar vocalizando una melodía mucho más aguda, una única nota sostenida que subía y bajaba en ondas armónicas. 
Solamente el ruido de los resortes de la cama, cuando consiguió entrar en mi campo de percepción, me hizo explicarme el fenómeno. Me quedé sentada entre las sábanas, oyéndolos, fascinada. Yo tenía 14. Ellos, más de 60. No sé cuánto tiempo pasó. Podría haber durado horas. 
Entonces, Augusto calló y Clara simplemente gritó. 
No había escuchado nunca antes un sonido así. Fue como una cuerda que se rompe, como el chillido del viento, como la voz de un relámpago y como una campana fúnebre. Mi cabello y mi piel se erizaron, y sentí que me helaba por dentro y por fuera, que quería salir corriendo de ahí. En algún momento del silencio posterior al grito, me dormí.
Por la mañana, sus gestos ya no me parecían románticos, ya no me hacían pensar en la dulzura de un amor de toda la vida. Los veía, y veía la obsesión y la locura del último grito de Clara en medio de la oscuridad.
Se comían con los ojos, había pensado. Y sí, eso era. Cada día, cada noche, cada segundo, Augusto y Clara se devoraban mutuamente. Y cada mañana renacían, intactos, como las entrañas de Prometeo, para empezar otra vez.
Nada, nada en absoluto, se parecía al ansia desgarradora y voraz, al hambre y a la desesperada urgencia de Augusto y Clara.
Algunas veces intenté imaginarme cuándo habría comenzado, y lo que habrían sufrido los años que estuvieron separados. No me atreví a preguntar. No sé si hubieran podido responderme.
Con el tiempo, todo puede racionalizarse, e incluso el hecho de dejar de hablar, y hasta de pensar, en un aspecto de la vida de gente que es parte de la propia existencia cotidiana, puede volverse algo natural.
Así que seguimos visitándolos, comiendo con ellos, saliendo con ellos, y queriéndolos, como siempre. También ellos nos querían, a su modo; sinceramente, creo, pero de la forma lateral y distraída que les permitía su mutua obsesión.
Hasta que, una tarde de verano, cuando Clara volvía de hacer las compras, cayó muerta a una cuadra de su casa, de bruces sobre el asfalto caliente y reblandecido.
Y el mundo de mi abuelo comenzó a resquebrajarse.

Augusto entró en una depresión profunda, que lo llevaba a permanecer días enteros sin hablar, sin comer, sin moverse, y que le duró casi un año. Fue inútil pedirle que se mudara con alguno de nosotros. Casi no  salía de la casa, y la mayor parte del tiempo se encerraba en su habitación, sentado en el borde del colchón, empequeñecido por la cama vacía, acariciando el edredón prolijamente tendido.
Ese año nos dimos cuenta de que mi abuelo no tenía pasatiempos. Además de su trabajo, del que ya llevaba jubilado casi diez años, su única ocupación había sido amar a Clara.
Así que durante todo ese año intentamos infructuosamente interesarlo en decenas de actividades diferentes, y nuestras maniobras se volvían cada vez más absurdas y desesperadas. Más inútiles.
Augusto se estaba dejando morir.
La solución llegó inesperadamente, cuando volvíamos de la misa de aniversario del fallecimiento de mi abuela, y encontramos en el jardín del frente al zorzal, con un ala rota y desgarrada. El pájaro se volvió la tabla de salvación de mi abuelo, su pasatiempo, su compañía, y su nueva obsesión.
Fue casi un milagro. Fue una bendición. Fue bueno para todos.
Excepto para mí, que aborrecía a ese zorzal.

El cáncer llegó con el zorzal.
Bueno, no.
Al principio, estaba bien. Los dos estaban bien.
Se le curó el ala, y se acostumbró a revolotear dentro de la casa, alrededor de mi abuelo, que andaba ocupado aprendiendo los quehaceres domésticos. Augusto silbaba y el zorzal cantaba. Se encaramaba en algún mueble, cerca de Augusto, y cantaba. Cuando Augusto salía de la casa, el zorzal iba en su hombro. Cuando Augusto dormía, el zorzal dormía posado en el respaldo de su cama. Cuando Augusto comía, el zorzal comía lo mismo. Y a ambos les gustaba la carne roja, poco hecha. 
Más de una vez, vi a mi abuelo cortar pequeños trozos de carne cruda con los dientes, y ponerlos en la palma de su mano, o sostenerlos entre sus labios, para que el zorzal, que nunca tuvo nombre, los comiera. Los pescaba de un picotazo brusco, generalmente desgarrando ligeramente la piel de Augusto, apenas lo suficiente como para que brotaran unas gotas de sangre. Augusto sonreía, sin mostrar dolor, y solía lamerse la sangre con aire ausente. Después, el zorzal tragaba con la misma brusquedad, echando la cabeza hacia atrás, sin despegar un ojo de la cara de mi abuelo. Cuando terminaba de comer, cantaba más y mejor.
Era horrible. 

El cáncer tal vez no llegó con el zorzal, pero se manifestó apenas unos meses después. Cáncer de esófago. Estaba tan avanzado cuando se lo diagnosticaron, que probablemente tenía más de un año de gestación. Así dijo el médico: gestación. Como si el cáncer fuera un hijo deforme y ávido que mi abuelo hubiera concebido en su pecho en vez de su vientre. 
El resto pasó muy rápido. Augusto se fue deteriorando a una velocidad asombrosa. En poco tiempo, estaba consumido, un cadáver sonriente moviéndose despacio por la casa, con el pájaro negro aferrado al hombro huesudo. No permitió que lo internaran en ningún momento. Tampoco quiso que nadie fuera a vivir con él, aunque si se sentía muy mal le permitía quedarse a alguno de nosotros. Solamente a uno. Y nunca en su habitación. 
Augusto dormía solo. Solo con su zorzal. 
Una de esas noches en que me tocó cuidarlo, lo oí vomitar en el baño y fui a ofrecerle ayuda. La puerta estaba abierta, el lavatorio cubierto de sangre y de trozos de carne. Su propia carne, supongo, porque hacía tiempo que no comía nada sólido. Tenía al zorzal asido a los dedos de la mano izquierda, su mano fuerte, y lo acercaba para que pudiera picotear a su gusto los bocados que más le apetecieran. 
Más repugnante que ver al ave comerse pedazos de mi abuelo, era la expresión de ternura con que Augusto miraba al zorzal. Soltó la mano derecha, con la que se sujetaba del borde del lavatorio, y con la punta de los dedos le acarició la cabeza. El zorzal lo dejó hacer, permitiendo que le manchara de sangre las plumas, mientras seguía eligiendo y comiendo. Y Augusto lo miraba con amor. Lo miraba con ternura, con adoración. El zorzal se comía a Augusto con el pico. Augusto se comía al zorzal con los ojos.
No lo escuché llamarlo «Clara». De ninguna manera. Por supuesto que no. Sólo fue un suspiro, y yo estaba medio dormida. 

Anoche, velamos mientras mi abuelo agonizaba inconsciente en su cama. El zorzal, que desde hacía semanas se había sincronizado perfectamente con los períodos de lucidez y letargo de Augusto, dormía profundamente con las garras bien sujetas al respaldar. 
Estábamos todos allí, por primera vez en mucho tiempo, los tres hijos y los ocho nietos, porque sabíamos que era la última noche. Mi abuelo nos lo había dicho: «Esta noche me muero. Vengan a acompañarme.» Así que ahí estábamos. Esperando.
Casi a medianoche, Augusto abrió los ojos, miró al ave dormida, sonrió, volvió a cerrar los ojos y dejó de respirar. Nosotros también. Unos segundos más tarde, el zorzal despertó, lanzó un grito que era como una cuerda que se rompe, como el chillido del viento, como la voz de un relámpago y como una campana fúnebre, y se desplomó muerto en la almohada, junto a la cara inerte de Augusto.

Hasta el final, ellos siempre estuvieron juntos.

Concurso "Pasión y Terror"
Diario Hoy Día Córdoba
Tercera Mención - 2006

viernes, 1 de mayo de 2020

Oblivion

A Tower, Dark
I see the eyes of the dragon.

It is four past midnight

and he's in the dark half

of the dead zone

of my past.

He banishes my misery

with the shining of his look,

and my nightmares and dreamscapes

run through the long walk

to oblivion.

Now I live different seasons

and I feel the cycle 

of the werewolf in my soul

will soon reach the stand.

Concurso “Simon Says: KingCrostic” 
Editorial Simon & Schuster Online
Cuarto Puesto, 2003