sábado, 2 de mayo de 2020

El Zorzal

Ave y Agua
Comía carne cruda, de la mano de mi abuelo, Augusto. El pico negro y las plumas negras se le salpicaban de sangre, y uno de sus ojos negros y redondos siempre parecía mirarme fijamente. 
A todos los demás les resultaba sombrío pero exótico.
Yo, que adoraba a mi abuelo, odiaba a ese zorzal.

Augusto había nacido en Castel Gandolfo, en Italia, y se vino a la Argentina en su adolescencia, a trabajar en el ferrocarril. Unos años después, con la plata que ahorró se compró un terreno y mandó a buscar a Clara. Se casaron acá, en Córdoba, y construyeron entre los dos la casa en la que estuvimos reunidos anoche, esperando su muerte.
De los tres hijos que tuvieron, mi padre es el menor. Todos aprendieron que lo primero es el trabajo, y que estudiar está muy bien, si sirve para conseguir un trabajo mejor. Todos se casaron jóvenes, y Augusto y Clara se quedaron solos en su casa, para poder disfrutar por fin de su amor.
Yo me acuerdo muy bien de mi abuela Clara. Era más que hermosa. Su piel pálida y su cabello negro parecían resplandecer al lado del cutis tostado y los rizos casi rojos de Augusto.
Siempre estaban juntos. Un día les pedí que me contaran su historia, dónde se habían conocido, cómo se habían enamorado, cuándo se habían puesto de novios. Sólo me contestaron esto: «Siempre estuvimos juntos.»
Yo tenía 10 años, y me pareció increíblemente romántico. Se lo conté a mi madre, y ella se encogió de hombros, con la cortés indiferencia con que acostumbraba actuar en todo lo referente a sus suegros. Papá se limitó a seguir comiendo sin levantar la vista del plato.
Algunos años más tarde, cuando mis ideas de romance empezaron a colorearse y mezclarse con las de sexualidad, comencé a entender la incomodidad de mis padres y mis tíos cada vez que alguien mencionaba el profundo amor de Augusto y Clara.
Es que Augusto y Clara estaban todo el tiempo juntos. Tomados de la mano, acariciándose el pelo, rozando sus pies, sus rodillas, sus caderas. Abrazados, si podían. Si no, no apartaban la vista uno del otro más que por breves instantes. Se comían con los ojos. Y si estaban en habitaciones separadas, cada pocos minutos se detenían, aguzando el oído, intentando captar la voz del otro, o algún sonido, un suspiro, un roce que delatara su presencia.
Para quien los veía poco, era adorable. Para la familia, resultaba desconcertante y bastante perturbador.
A medida que crecí, paulatinamente dejé de quedarme a dormir en su casa. Mis primos también. Que yo sepa, nuestros padres jamás habían insistido en que lo hiciéramos, y no nos cuestionaron cuando dejamos de pedirlo. Porque siempre éramos nosotros quienes lo pedíamos, nunca nuestros abuelos.
A veces pienso que quizás en algún nivel subconsciente, nuestros padres recuerdan, lo mismo que nosotros, y que han elegido no pensar en eso, lo mismo que nosotros.

La primera vez que los oí, creí que seguía soñando. Fue como escuchar música. La profunda voz de mi abuelo martilleaba en jadeos rítmicos, y mi abuela parecía estar vocalizando una melodía mucho más aguda, una única nota sostenida que subía y bajaba en ondas armónicas. 
Solamente el ruido de los resortes de la cama, cuando consiguió entrar en mi campo de percepción, me hizo explicarme el fenómeno. Me quedé sentada entre las sábanas, oyéndolos, fascinada. Yo tenía 14. Ellos, más de 60. No sé cuánto tiempo pasó. Podría haber durado horas. 
Entonces, Augusto calló y Clara simplemente gritó. 
No había escuchado nunca antes un sonido así. Fue como una cuerda que se rompe, como el chillido del viento, como la voz de un relámpago y como una campana fúnebre. Mi cabello y mi piel se erizaron, y sentí que me helaba por dentro y por fuera, que quería salir corriendo de ahí. En algún momento del silencio posterior al grito, me dormí.
Por la mañana, sus gestos ya no me parecían románticos, ya no me hacían pensar en la dulzura de un amor de toda la vida. Los veía, y veía la obsesión y la locura del último grito de Clara en medio de la oscuridad.
Se comían con los ojos, había pensado. Y sí, eso era. Cada día, cada noche, cada segundo, Augusto y Clara se devoraban mutuamente. Y cada mañana renacían, intactos, como las entrañas de Prometeo, para empezar otra vez.
Nada, nada en absoluto, se parecía al ansia desgarradora y voraz, al hambre y a la desesperada urgencia de Augusto y Clara.
Algunas veces intenté imaginarme cuándo habría comenzado, y lo que habrían sufrido los años que estuvieron separados. No me atreví a preguntar. No sé si hubieran podido responderme.
Con el tiempo, todo puede racionalizarse, e incluso el hecho de dejar de hablar, y hasta de pensar, en un aspecto de la vida de gente que es parte de la propia existencia cotidiana, puede volverse algo natural.
Así que seguimos visitándolos, comiendo con ellos, saliendo con ellos, y queriéndolos, como siempre. También ellos nos querían, a su modo; sinceramente, creo, pero de la forma lateral y distraída que les permitía su mutua obsesión.
Hasta que, una tarde de verano, cuando Clara volvía de hacer las compras, cayó muerta a una cuadra de su casa, de bruces sobre el asfalto caliente y reblandecido.
Y el mundo de mi abuelo comenzó a resquebrajarse.

Augusto entró en una depresión profunda, que lo llevaba a permanecer días enteros sin hablar, sin comer, sin moverse, y que le duró casi un año. Fue inútil pedirle que se mudara con alguno de nosotros. Casi no  salía de la casa, y la mayor parte del tiempo se encerraba en su habitación, sentado en el borde del colchón, empequeñecido por la cama vacía, acariciando el edredón prolijamente tendido.
Ese año nos dimos cuenta de que mi abuelo no tenía pasatiempos. Además de su trabajo, del que ya llevaba jubilado casi diez años, su única ocupación había sido amar a Clara.
Así que durante todo ese año intentamos infructuosamente interesarlo en decenas de actividades diferentes, y nuestras maniobras se volvían cada vez más absurdas y desesperadas. Más inútiles.
Augusto se estaba dejando morir.
La solución llegó inesperadamente, cuando volvíamos de la misa de aniversario del fallecimiento de mi abuela, y encontramos en el jardín del frente al zorzal, con un ala rota y desgarrada. El pájaro se volvió la tabla de salvación de mi abuelo, su pasatiempo, su compañía, y su nueva obsesión.
Fue casi un milagro. Fue una bendición. Fue bueno para todos.
Excepto para mí, que aborrecía a ese zorzal.

El cáncer llegó con el zorzal.
Bueno, no.
Al principio, estaba bien. Los dos estaban bien.
Se le curó el ala, y se acostumbró a revolotear dentro de la casa, alrededor de mi abuelo, que andaba ocupado aprendiendo los quehaceres domésticos. Augusto silbaba y el zorzal cantaba. Se encaramaba en algún mueble, cerca de Augusto, y cantaba. Cuando Augusto salía de la casa, el zorzal iba en su hombro. Cuando Augusto dormía, el zorzal dormía posado en el respaldo de su cama. Cuando Augusto comía, el zorzal comía lo mismo. Y a ambos les gustaba la carne roja, poco hecha. 
Más de una vez, vi a mi abuelo cortar pequeños trozos de carne cruda con los dientes, y ponerlos en la palma de su mano, o sostenerlos entre sus labios, para que el zorzal, que nunca tuvo nombre, los comiera. Los pescaba de un picotazo brusco, generalmente desgarrando ligeramente la piel de Augusto, apenas lo suficiente como para que brotaran unas gotas de sangre. Augusto sonreía, sin mostrar dolor, y solía lamerse la sangre con aire ausente. Después, el zorzal tragaba con la misma brusquedad, echando la cabeza hacia atrás, sin despegar un ojo de la cara de mi abuelo. Cuando terminaba de comer, cantaba más y mejor.
Era horrible. 

El cáncer tal vez no llegó con el zorzal, pero se manifestó apenas unos meses después. Cáncer de esófago. Estaba tan avanzado cuando se lo diagnosticaron, que probablemente tenía más de un año de gestación. Así dijo el médico: gestación. Como si el cáncer fuera un hijo deforme y ávido que mi abuelo hubiera concebido en su pecho en vez de su vientre. 
El resto pasó muy rápido. Augusto se fue deteriorando a una velocidad asombrosa. En poco tiempo, estaba consumido, un cadáver sonriente moviéndose despacio por la casa, con el pájaro negro aferrado al hombro huesudo. No permitió que lo internaran en ningún momento. Tampoco quiso que nadie fuera a vivir con él, aunque si se sentía muy mal le permitía quedarse a alguno de nosotros. Solamente a uno. Y nunca en su habitación. 
Augusto dormía solo. Solo con su zorzal. 
Una de esas noches en que me tocó cuidarlo, lo oí vomitar en el baño y fui a ofrecerle ayuda. La puerta estaba abierta, el lavatorio cubierto de sangre y de trozos de carne. Su propia carne, supongo, porque hacía tiempo que no comía nada sólido. Tenía al zorzal asido a los dedos de la mano izquierda, su mano fuerte, y lo acercaba para que pudiera picotear a su gusto los bocados que más le apetecieran. 
Más repugnante que ver al ave comerse pedazos de mi abuelo, era la expresión de ternura con que Augusto miraba al zorzal. Soltó la mano derecha, con la que se sujetaba del borde del lavatorio, y con la punta de los dedos le acarició la cabeza. El zorzal lo dejó hacer, permitiendo que le manchara de sangre las plumas, mientras seguía eligiendo y comiendo. Y Augusto lo miraba con amor. Lo miraba con ternura, con adoración. El zorzal se comía a Augusto con el pico. Augusto se comía al zorzal con los ojos.
No lo escuché llamarlo «Clara». De ninguna manera. Por supuesto que no. Sólo fue un suspiro, y yo estaba medio dormida. 

Anoche, velamos mientras mi abuelo agonizaba inconsciente en su cama. El zorzal, que desde hacía semanas se había sincronizado perfectamente con los períodos de lucidez y letargo de Augusto, dormía profundamente con las garras bien sujetas al respaldar. 
Estábamos todos allí, por primera vez en mucho tiempo, los tres hijos y los ocho nietos, porque sabíamos que era la última noche. Mi abuelo nos lo había dicho: «Esta noche me muero. Vengan a acompañarme.» Así que ahí estábamos. Esperando.
Casi a medianoche, Augusto abrió los ojos, miró al ave dormida, sonrió, volvió a cerrar los ojos y dejó de respirar. Nosotros también. Unos segundos más tarde, el zorzal despertó, lanzó un grito que era como una cuerda que se rompe, como el chillido del viento, como la voz de un relámpago y como una campana fúnebre, y se desplomó muerto en la almohada, junto a la cara inerte de Augusto.

Hasta el final, ellos siempre estuvieron juntos.

Concurso "Pasión y Terror"
Diario Hoy Día Córdoba
Tercera Mención - 2006

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