lunes, 4 de mayo de 2020

Ojos Oscuros

Selfie con Ruido
Una mujer de ojos oscuros, con los dedos engarfiados en los cabellos cortísimos, se esconde en un armario, se esconde del sonido cada vez más cercano de unos pasos, cerrando los ojos, apretándolos bien porque, si ella no lo ve, él no podrá verla. Invisible, ahí en las tinieblas, durante un tiempo sin límites ni marcas ni medidas. Ahí, donde puede imaginar que sus ojos, los de él, como carbones rojos no la buscan y que está junto al mar otra vez y escucha las olas y ve las nubes y siente el fuego calentando su piel helada y ni el frío ni el temor ni el dolor existen. Ahí, donde puede imaginarse viva y puede imaginárselo muerto.

La mujer de ojos oscuros sabe bien quién es, es ella, no es su madre, la que dicen que se mató porque estaba loca. Su madre, la loca, tenía una madre loca, y todas las mujeres de su familia terminan, tarde o temprano, volviéndose locas, dicen, y si supieran que está aquí, en la oscuridad, pensarían que es porque ella también está volviéndose loca. Pero no saben. Y no está loca. Sólo le tiene miedo. 

Su padre ya debe haber leído los papeles y tiene más miedo de lo que puede decir que de lo que puede hacerle. Si su madre estuviera ahí, no tendría tanto miedo. Su madre sabía como evitar que él consiguiera siempre salirse con la suya. Papá, y su voz potente. Papá, y su mirada implacable. Papá, y su billetera mágica. Sin embargo no está, su madre no está, su madre terminó colgada de una sábana en un hospital para locos y ella está con papá, bajo su poder, y el único consuelo que le queda es saber que no está del todo sola. Si él ya lo sabe, si ya sabe del bebé, la decisión de seguro ha sido tomada. Sus decisiones son siempre así, rápidas, concisas e irrevocables. Papá es la Ley. Y la Ley no conoce la piedad. Su destino está sellado porque no supo irse a tiempo, antes de que él sospechara. Quién sabe qué cambios habrá visto en ella para intuir que su princesa, su orgullo, la niña de sus ojos, tenía un secreto.

La mujer de ojos oscuros se acaricia el vientre, que ya empieza a abultarse, y se estremece, apenas. Su padre no la encontrará aquí, en el armario… ¿el armario? 

Levanta la mirada y a su alrededor sólo ve las piedras negras de la caleta, el rincón entre las rocas que prefiere en esta playa, donde siempre va con su amado, su amante. Es aquí exactamente donde quiere estar, ahora que su amado, su amante, se ha ido, no vaya a ser que vuelva a la casita y empiece a buscarla, no vaya a ser que le quede todavía algún insulto atascado en la boca dura y filosa, no vaya a ser que la encuentre y empiece a reírse otra vez. Ella sabe que no es su culpa, ni de su amado, su amante. No quería gritar, no quería llorar. Sólo buscaba sus brazos, como siempre, y en cambio encontró sus manos veloces y su risa ácida. Y después, de él, aún amado y ya no amante, de él, que había sido un cuerpo tibio, no quedó más que una espalda y una silueta a contraluz en la ventana y el ruido de un motor perdiéndose a lo lejos. 

La mujer de ojos oscuros se acurruca más en la arena y aprieta la espalda contra las rocas, para hacerse chiquita, para fundirse en las sombras. 

Siente un calambre en el abdomen y se queda helada. No puede ser por el embarazo, si apenas tiene un mes… ¿o es más? Su mano se cierra espasmódicamente sobre la arena, para encontrarse con un puñado de tela celeste entre los dedos. A su alrededor, los azulejos  blancos reflejan la luz de los fluorescentes y su brillo frío choca una y otra vez en los bisturíes. Y otra vez tiene miedo, porque ya estuvo aquí antes y, aunque todos le dicen que se calme, que la cesárea fue bien, que la nena está perfectamente, las luces y las hojas brillantes se parecen demasiado a las otras.

Las luces y los filos son como los de aquella otra sala de la que salió corriendo ni bien llegó, ni bien vio las hileras de instrumentos plateados alineados prolijamente, esperándola, y se escabulló de los médicos y las enfermeras y los brazos de su padre omnipotente, que por una vez quedó impotente viéndola correr por la calle y treparse al primer ómnibus que pasó. Escucha un llanto pero está segura de que no es el suyo, porque ese día se hizo un ovillo en el último asiento, calladita como una buena chica, apretando la cartera que se había negado a soltar, como intuyendo que le iba a hacer falta, tiritando porque su abrigo había quedado en el perchero de la clínica, al lado de la chica que sonreía como si ella fuera a sacarse una verruga en vez de un hijo, como si hubiera ido allí por propia voluntad, como si no la hubieran arrastrado tirando de la cadena que tenía un extremo enroscado en su mente y el otro apresado en el puño inflexible de su padre. Se fue, como escurriéndose, tratando de no mirar nada más que las imágenes desvaídas que se abalanzaban por la ventanilla, para no cruzarse con la mirada de nadie que pudiera reconocerla, que pudiera hablarle, que pudiera verla. 

Pero el llanto se hace más insistente y más cercano y le acercan un bulto rosado que tiembla como ella misma está temblando, y ve unos ojos enormes, oscuros como los suyos
(nació con los ojos abiertos, susurra su abuela la bruja, la loca, en el lejano bastión de su memoria infantil, nació con los ojos abiertos, pobrecita, está predestinada, otra más)
que miran con pánico alrededor, como los suyos, una maraña de rulos negros como los suyos y dos puñitos apretados y vacilantes. Y le ponen el bebé en el pecho y el llanto cesa y ella cierra los ojos porque es posible que ahora esté todo bien, de verdad, que haya podido escaparse definitivamente de la soga hecha de sábanas anudadas, atada a una viga del techo de una habitación anónima, que parecía esperarla al final del camino.

La mujer de ojos oscuros aprieta más fuerte a su hija en sus brazos, y siente un crujido de papeles y algo duro y frío adentro. Abre los ojos y mira la bolsa y encuentra la botella de ginebra y le da otro trago, y cuando la desprende de los labios suena un ruido como de beso húmedo que, no obstante, le deja la boca seca y amarga. Apoya la cabeza en el respaldo de la silla de lona y mira el vaivén de las hojas de la higuera en el patio.
-¿Mamá? Mamá, ¿otra vez? Dame eso, vení, vamos a la cama.
¿Mamá? ¿Quién es esta mujer que la mira con esos ojazos negros y lacrimosos? No su hija, su nena acaba de nacer, esta chica se confunde. Y aún así, la mujer de ojos oscuros la sigue porque sabe que la lleva a un lugar seguro, donde el pasado no puede encontrarla, y cuando llegan a la pieza la deja que la ayude a acostarse y hace como que no le importa que se lleve la botella, y finge escuchar su voz dulce pero tristona, aunque la aburra un poco, y le sonríe cuando le acaricia los rulos entrecanos sobre la almohada. 
Después de todo, pobre chica, qué culpa tiene de estar confundida. A lo mejor a ella también le patina un poco el seso. A lo mejor, ella también, viene de una larga línea de mujeres que, a pesar suyo, se vuelven locas.

Antología de Cuento y Poesía /9
XVII Concurso Literario "Leopoldo Marechal"
Dir. de Arte y Cultura de Morón (Buenos Aires)
2ª Mención Cuento, Categ. Mayores - 2010

No hay comentarios:

Publicar un comentario